Era sastre, pero su vida cambió radicalmente cuando quedó viudo. A partir de entonces se dedicó a la venta ambulante. Los primeros años se movió por la zona y más tarde abarcó toda Galicia. Todos los lugareños le señalaban como vendedor de unto o grasa humana. Debido a su fama asesina llegó a ser acusado del asesinato de un alguacil. Juzgado y condenado se escapó a un refugio en un pequeño pueblo abandonado llamado Ermida.
Mientras se llevaba a cabo su búsqueda y posterior captura se sucedieron una serie de asesinatos en los que utilizó todo tipo de estrategias.
Fue capturado en Nombela (Toledo) y juzgado enAllariz. Reconoció que había matado a 9 personas a sangre fría. Según dicen los escritos usaba sus manos y sus dientes para asesinar a sus víctimas, comiéndose los restos.
Por las heridas sufridas por las víctimas se consideró que padecía licantropía, es decir, que era un hombre-lobo, ya que tales heridas eran como dentadas de los colmillos de los lobos. Él mismo dijo que había sido víctima de una maldición cuando era adolescente y que tuvo alucinaciones en las que se veía rodeado de lobos después de sus asesinatos.
El juicio contra el Hombre-Lobo dura aproximadamente un año, tras el cual, el 6 de abril de 1853 se emite una sentencia de muerte por el juez de Allariz, que lo condena a garrote vil y a una indemnización de 1000 reales por cada víctima.
Sin embargo, la suerte estaría de su lado, pues antes de la ejecución, un hipnólogo francés que había seguido el caso del Hombre-Lobo, envía una carta al ministro de Gracia y Justicia afirmando que Romasanta era un afectado de una monomanía conocida como licantropía, y que debido a un desorden de las funciones de su cerebro no era responsable de sus actos. Dice que a través de la hipnosis él mismo había tratado esa enfermedad con alguno de sus pacientes, por lo que pide que no se ejecute la sentencia y que se le permita estudiar el caso.
Al mismo tiempo, la defensa del acusado protesta que no se puede asegurar rotundamente que el verdadero asesino haya sido Romasanta, alegando con razón, que no es suficiente una confesión para justificar un delito. Y en efecto, como nada prueba que el hombre matase realmente a las víctimas, se dirige a la reina Isabel II para que la causa sea revisada por el Tribunal Supremo de Justicia.
En consecuencia, la reina firma una orden que libra a Romasanta de la pena capital, reduciéndose esta a una menor como era la condena a cadena perpetua. Finalmente éste moriría al poco tiempo en la misma prisión de Allariz en dónde cumplía dicha condena.
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